viernes, 28 de septiembre de 2012

Memorias de tinta



Fernando y Olga, memoria y coherencia.

Lo conocí ya de viejo, con las canas que le acompañaron y esa mirada de tipo que sabe, que te gustaba escuchar porque algo, ese “algo” que tenía para decir, seguro era interesante. De largas charlas y reflexiones profundas me hablaba de esa profesión que amaba, el periodismo, que supo contagiar a una de sus hijas. Ese amor por la tinta y las letras, esa pasión que acompañaba con un sentido de la Justicia del que este mundo debería aprender.

De andar sereno fue el consejero aquella vez que me decidí por seguir la profesión. Recuerdo que me senté en el comedor de su casa mientras Olguita cebaba unos mates y me contó que era un lindo estudio, que valía la pena, pero en ese estilo tan de él, de mirarte a los ojos y dejar perder la mirada en el vacío mientras sus manos parecían arroparte en un movimiento oscilante, me recordó que un periodista siempre debe contar la verdad y, sobre todo, no olvidarse nunca “de los de abajo”.

No recuerdo si era el gran escritor, pero sí que hizo mucho por la memoria del pueblo. Tampoco si sus letras marcaron época, pero si que su iniciativa, sus ganas, su camino… Periodista, escriba, corresponsal, metódico guardador de uno y mil recortes, eterna fuente de consulta para tareas de la escuela que obligaban a hurgar en la historia de nuestras tierras. Hombre de puertas abiertas, hizo con Olguita –su fiel ladera- una casa de corazón amplio, abrazo afectuoso y mate siempre listo.

Me enseñó la importancia de los Derechos Humanos e intenté aprender de la dignidad de sus luchas. Se bancó (aguantaron debería decir, en realidad) en silencio durante largos años la indiferencia de un pueblo con el dolor de su pena: la desaparición de una de sus hijas en manos de la dictadura genocida. Y aceptaron con humildad los homenajes tan necesarios como tardíos que años después honraron su memoria.

Nos enseñó el sentido de Justicia sin revancha y en el mismo silencio y humildad supo valorar que esos que cubrían de impunidad la memoria en tiempos de los indultos menemistas, años después levantaran las banderas de la reivindicación. Pero él, y ella, no dejaron jamás de defenderlos, porque desde siempre enseñaron que los Derechos eran cuestión de vida, de todas y sin banderías ni partidos.

En el 2005 pudo cerrar su círculo de dolor cuando el cuerpo de Liliana fue identificado y tiempo después volvió a Trenel, nuestro pueblo, esas tierras de donde había salido para estudiar periodismo y luchar por una sociedad mucho más justa de la que nos legaron quienes eligieron el camino del silencio y la politiquería barata.

Fernando Molteni, un consejero.
En 2010, en mi última visita, me enseñó su museo de la memoria -“es como un museito”, me dijo-  al que le aporté algún que otro libro de este lado del charco. Tomamos mate y quedó pendiente una comida por la que no volví, traiciones del poco tiempo disponible. Deudas que van quedando en el camino de la vida.



Me despidió como quien abraza un hijo, y aún lo veo saludándome con su pantalón de vestir gris, camisa de cuello, corbata roja y el pullover en “v”; irremplazable vestimenta en la figura de Fernando. Alguna vez les juré que jamás visitaría el “Valle de los caídos”, en Madrid, allí donde pudren la tierra los huesos del dictador Francisco Franco, porque me enseñó que puede desteñir la tinta de las hojas, pero no el color de la memoria.

**Este es un modesto homenaje al querido Fernando, un tipo a quien admiré y quise. Y a su compañera Olga, a quien deseo abrazar en estas palabras.

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