Seis años lleva congelada la
historia de nuestras luchas, como un reloj que se para en el segundo crucial
del suceso, marcando un antes y un después de una vida, de una historia que, en
este caso, es nuestra propia historia.
Valiente ayer y hoy, siempre.
Coherente, de convicciones firmes y relatos claros, Jorge Julio López se sentó
ante el Tribunal para ser un testigo clave, indispensable en la primera condena
por genocidio, contra el ex director de Investigaciones de la Provincia de
Buenos Aires, el genocida, Miguel Etchecolatz.
A sus 77 años Don Julio dejó caer
el peso de sus huesos para dar un relato aplastante sobre sus 30 meses de
encierro, y enumeró las torturas que el otrora funcionario ejerció contra él y
otros militantes con los que compartió encierro. Dio nombres con la claridad de
quienes llevan la verdad como lucha y dignificó el recuerdo de esas personas
que aún siguen desaparecidas.
Miró a su torturador a los ojos e
hizo lo mismo con el resto de los genocidas, y deletreó con contundencia que
quien daba las órdenes era “el-Señor-Et-che-co-latz”. Y lo acusó. Y lo culpó. Y
se fue a su casa de barrio obrero acomodándose la gorra que cubría el revoltijo
de canas.
Pero no pudo volver. Otra vez en
la ingenuidad de sus mentes creyeron que su secuestro frenaría sus palabras.
Don Julio, desaparecido en dictadura y en democracia por enfrentar el poder de
los genocidas, de esos que quisieron marcar su muerte en los ’70 y ahora nos
hacen temer por su ida.
Tal vez, quien sabe, sus
secuestradores le hayan dejado escuchar la sentencia a cadena perpetua que
recayó sobre el genocida y en ello, su vida haya terminado de cobrar el sentido
de Justicia que siempre persiguió. Nos robaron a Julio pero nos quedó el legado
de su ejemplo por enfrentar una y otra vez las garras del poder que lo sumó a
la lista de los 30mil.
Es primavera en Argentina, pero
es difícil que renazcan las flores mientras el frío de la desaparición de Julio
nos persiga.
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