Debo confesar que el moreno me cae bien. Es simpático, con un carisma que hacía mucho se extrañaba en la política internacional y, encima tiene pinta de “tío” bueno, humildón, cercano.
Desde que comenzó su carrera por llegar a la Casa Blanca cautivó a millones de personas en el mundo, y aunque nunca creí que representara el gran cambio en la historia contemporánea, teniendo en cuenta la estatura moral de su antecesor, era como ver llegar al salvador al sillón presidencial más importante del mundo.
Pero de ahí a que sea merecedor a un Premio Nobel de la Paz hay tanta distancia como la que separa España de mi amada Argentina. Es cierto hay otros mucho peores que lo han recibido, como Henry Kissinger en 1973, pero no se puede poner a Barack Obama a la misma altura que eternos luchadores como Rigoberto Menchú (1992), Nelson Mandela (1993) o Adolfo Pérez Esquivel (1980) por citar solo algunas de las personas que se llevaron merecidamente el premio.
Dicen quienes lo eligieron, que Obama ha frenado el escudo antimisiles y se ha manifestado públicamente por la paz entre Israel y Palestina. Se han olvidado de Guantánamo, de los soldados estadounidenses en Irak, Afganistán, las bases militares en Colombia, el golpe en Honduras, la impunidad de sus tropas y un largo e interminable etcétera.
Al fin y al cabo (y que no se tome como envidia personal) yo también soy negrito y de sonrisa amplia, y salí a las calles a pedir por la paz palestina/israelí, y grité “No a las Guerras” y me sigo oponiendo a las mentiras modernas de guerras preventivas e invasiones armadas para lograr la paz en el mundo.
Ojalá un día Obama merezca este galardón anticipado, cosa que dudo, mientras tanto su premio es una historia más de la ridícula novela que se escribe en estos tiempos de guerras, bombas y matanzas.
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