Serigne lee la carta que ha escrito Mamadou. Nos habla de libertades, del orgullo de venir de esa África vigorosa y plena de vida. De esa dignidad que intenta ser avasallada en cada esquina.
Nos cuenta que no son delincuentes (como si hiciera falta, querido hermano), que venden para sobrevivir, que sueñan como todos, con un mundo mejor. Nos indica el camino y señala hacia los ventanales bulliciosos del Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche, en Madrid, como diciéndole a cada una de las personas allí encerradas, que estaremos hasta el final en esta lucha.
Mamadou nos ha escrito al corazón. Letra a letra, palabra a palabra, el entramado de frases y silencios machaca nuestras conciencias. Nos habla de su tierra, que es la nuestra, y nos invita a comprender que estas tierras y las de más allá, son de todas las personas.
Serigne nos mira a los ojos mientras habla, nada que esconder en sus retinas bañadas de transparencia. Un millar de personas le escuchamos en silencio, algunas con un tajo de lágrimas cortando la piel y otras manteniéndolas presas tras las pestañas.
Sus palabras se terminan y lo encuentro en un abrazo interminable. Sí, lloramos, sí. Qué menos para celebrar por la dignidad de esas gentes que luchan cada día y una vez más gritan que de una buena vez, es hora de acabar con los muros.
Nos cuenta que no son delincuentes (como si hiciera falta, querido hermano), que venden para sobrevivir, que sueñan como todos, con un mundo mejor. Nos indica el camino y señala hacia los ventanales bulliciosos del Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche, en Madrid, como diciéndole a cada una de las personas allí encerradas, que estaremos hasta el final en esta lucha.
Mamadou nos ha escrito al corazón. Letra a letra, palabra a palabra, el entramado de frases y silencios machaca nuestras conciencias. Nos habla de su tierra, que es la nuestra, y nos invita a comprender que estas tierras y las de más allá, son de todas las personas.
Serigne nos mira a los ojos mientras habla, nada que esconder en sus retinas bañadas de transparencia. Un millar de personas le escuchamos en silencio, algunas con un tajo de lágrimas cortando la piel y otras manteniéndolas presas tras las pestañas.
Sus palabras se terminan y lo encuentro en un abrazo interminable. Sí, lloramos, sí. Qué menos para celebrar por la dignidad de esas gentes que luchan cada día y una vez más gritan que de una buena vez, es hora de acabar con los muros.
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