I
María siempre soñó con unas Navidades blancas, como le enseñaron de pequeña cuando junto a su papá armaba el pesebre. Allá, en su caluroso Perú, ponía algodones bajo el arbolito para simular esa nieve por la que el trineo de Papá Noel tirado por cansados renos, se desplazaba por el mundo para llevar a los niños y niñas el regalo más esperado. Incoherencias de la globalización consumista, nieve en pleno verano del hemisferio sur, huecas ilusiones de cartón…
Son las 12 del mediodía, y en estas sus primeras navidades en España sabe que las fiestas serán distintas a las soñadas. Como desandando el tiempo, a paso cansino se acerca con un regalo para su hijo, detenido hace 30 días por esa desgracia de no tener un documento que asegure que no ha nacido en tierras equivocadas.
Llega al punto de encuentro con otros familiares y el Feliz Navidad retumba como una broma pesada del destino, aunque encuentra eco en los abrazos sentidos de quienes, como ella, se agolpan frente al Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE) de Aluche, a la espera de poder visitar a los familiares allí detenidos.

Cuesta la congoja, el dolor se respira en el ambiente gélido del invierno español y aquella chimenea humeante de las películas norteamericanas es una vana ilusión más de ese sueño europeo devenido en pesadilla. Varios han traído regalos, pero seguro lo mejor que podrán llevarse, si es que los dejan, es el abrazo amado de su gente.
Pide la lista y anota el nombre de su hijo. Sabe que el número que le han asignado como detenido es el “4478”, pero aunque sea hoy, en vísperas de la Noche Buena, se resiste a que alguien llame a su “bebé” de otra forma que no sea con el nombre con que ella lo bautizó desde el mismo momento en que estaba embarazada.
En los días que lleva detenido su hijo, aún no ha podido abrazarlo. Desde hace una semana no hace más que pedir a su Dios que a pesar de la pena que traerá la lejanía, se apiade del alma de Enrique y sea expulsado cuanto antes. Pero ya es 24 de Diciembre y su Dios parece andar ocupado en otros menesteres.
Como siempre, sale el policía de voz hosca, casi insultante, y a los gritos comienza vociferar los números de las listas. Parece que no hay fecha que apiade el corazón del uniformado, ¿será tan frustrante su vida como para encontrar en la prepotencia la única manera de sentirse alguien?
María se arremolina con los demás familiares y al decir “Enrique Sánchez” el policía levanta su vista y advierte que María no es nueva y le reprocha a los gritos que no haya anotado el número. A María no le importa, hoy quiere que a su hijo
le llamen por su nombre. Soporta la prepotencia con mirada risueña y se adelanta unos pasos con el regalo en la mano, aunque sabe que ni siquiera dejarán que él lo abra, sino que un policía se encargará de ello, no vaya a ser cosa que María, mujer criada en la dignidad de los campos peruanos, se le ocurra traer drogas o, lo que es peor, una peligrosa bomba. Vergüenzas pensantes de un sistema carcelario en el que nadie piensa y todos reprimen.
Ya está adentro, soportando el trato “amable” de los Nacionales que le tocan en su visita. Escucha que uno de ellos le dice a una joven embarazada que espera ver a su novio: “no llore, que no es para tanto”. Un poco más allá Amed mira con los ojos brillosos la escena. Hoy todas las visitas hacen titánicos esfuerzos por fingir una sonrisa que cuesta horrores.
María quiere abrazar a su hijo pero no siquiera hoy podrá. Nomás sentarse un joven de cabello corto que hace repicar sus botas con fuerza contra el piso les grita que “nada de contacto físico”. Apenas serán dos minutos de palabras y miradas que lo dirán todo, hasta que otra vez la misma voz carcelaria avisa que “ha terminado la visita”.
Hoy la despedida duele más que nunca. Saluda con efusividad a los familiares de otros detenidos y desmoronada deja un hasta mañana que se hace eco en el frío descampado. Arrastra los pies y mira indistintamente el piso y el cielo, como buscando respuestas a tanta pena, cuatro horas de espera valieron al menos para ver dos minutos a Enrique.
Las soñadas navidades blancas hoy son más negras que nunca. Esta noche en la mesa habrá una sola copa y el vacío de la silla de su hijo taladrará su corazón como nunca antes. Quizá nieve en Madrid, extrañamente nieve, pero poco importa en el mundo reducido de María, sumida en la oscuridad de la noche y el vacío silente de las ausencias.
II
Son las 12 de la noche y aquí no hay brindis. Las luces de apagan y apenas se escucha la risa burlona de algún policía comentando a sus compañeros que ya termina su turno y se va a casa. En cada habitación, en cada celda, los chicos y las chicas detenidas se saludan y felicitan por la Navidad.
No importa aquí la religión. Todos se suman al abrazo y los deseos de Feliz Navidad. Integración le llamarían los puristas que siguen argumentando esa condición para reconocer como ciudadanos dignos de documentación a miles de personas. Quizá se trate apenas de la necesidad de un abrazo, de celebrar
en palabras lo que todos están festejando al otro lado de las rejas.
Enrique no quiere dormirse y se apoya, entonces, en la reja del ventanal que da a la Avenida de los Poblados. A lo lejos escucha la explosión de un petardo y adivina las luces que surcan el cielo. Por la calle apenas si pasa algún automóvil. Todo es vacío, la calle, la noche, la celda… Su alma.
El también soñó con las blancas navidades, con la nieve cayendo como en las películas, una costumbre que en la familia va pasando de generación en generación, pero le ha tocado a él descubrir la otra cara del sueño.
Hoy a la tarde llamó por teléfono a su hija Manuela y tratando de ser fuerte le dijo que hablaba temprano porque a la noche mucha gente llamaba y a lo mejor no podía comunicarse. No le gustó mentirle, pero no podía saber que su padre estaba preso. ¿Quién le creerá que no ha hecho nada malo?
Ya son las dos de la mañana y Enrique prefiere entregarse al sueño. No puede lucir el jersey que su mamá le ha regalado, pero se lo pone para dormir, el perfume de las manos de María arropará su corazón. Es Navidad, blanca Navidad, pero por acá son más oscuras y frías que en cualquier otro lado.
María siempre soñó con unas Navidades blancas, como le enseñaron de pequeña cuando junto a su papá armaba el pesebre. Allá, en su caluroso Perú, ponía algodones bajo el arbolito para simular esa nieve por la que el trineo de Papá Noel tirado por cansados renos, se desplazaba por el mundo para llevar a los niños y niñas el regalo más esperado. Incoherencias de la globalización consumista, nieve en pleno verano del hemisferio sur, huecas ilusiones de cartón…
Son las 12 del mediodía, y en estas sus primeras navidades en España sabe que las fiestas serán distintas a las soñadas. Como desandando el tiempo, a paso cansino se acerca con un regalo para su hijo, detenido hace 30 días por esa desgracia de no tener un documento que asegure que no ha nacido en tierras equivocadas.
Llega al punto de encuentro con otros familiares y el Feliz Navidad retumba como una broma pesada del destino, aunque encuentra eco en los abrazos sentidos de quienes, como ella, se agolpan frente al Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE) de Aluche, a la espera de poder visitar a los familiares allí detenidos.

Cuesta la congoja, el dolor se respira en el ambiente gélido del invierno español y aquella chimenea humeante de las películas norteamericanas es una vana ilusión más de ese sueño europeo devenido en pesadilla. Varios han traído regalos, pero seguro lo mejor que podrán llevarse, si es que los dejan, es el abrazo amado de su gente.
Pide la lista y anota el nombre de su hijo. Sabe que el número que le han asignado como detenido es el “4478”, pero aunque sea hoy, en vísperas de la Noche Buena, se resiste a que alguien llame a su “bebé” de otra forma que no sea con el nombre con que ella lo bautizó desde el mismo momento en que estaba embarazada.
En los días que lleva detenido su hijo, aún no ha podido abrazarlo. Desde hace una semana no hace más que pedir a su Dios que a pesar de la pena que traerá la lejanía, se apiade del alma de Enrique y sea expulsado cuanto antes. Pero ya es 24 de Diciembre y su Dios parece andar ocupado en otros menesteres.
Como siempre, sale el policía de voz hosca, casi insultante, y a los gritos comienza vociferar los números de las listas. Parece que no hay fecha que apiade el corazón del uniformado, ¿será tan frustrante su vida como para encontrar en la prepotencia la única manera de sentirse alguien?
María se arremolina con los demás familiares y al decir “Enrique Sánchez” el policía levanta su vista y advierte que María no es nueva y le reprocha a los gritos que no haya anotado el número. A María no le importa, hoy quiere que a su hijo

Ya está adentro, soportando el trato “amable” de los Nacionales que le tocan en su visita. Escucha que uno de ellos le dice a una joven embarazada que espera ver a su novio: “no llore, que no es para tanto”. Un poco más allá Amed mira con los ojos brillosos la escena. Hoy todas las visitas hacen titánicos esfuerzos por fingir una sonrisa que cuesta horrores.
María quiere abrazar a su hijo pero no siquiera hoy podrá. Nomás sentarse un joven de cabello corto que hace repicar sus botas con fuerza contra el piso les grita que “nada de contacto físico”. Apenas serán dos minutos de palabras y miradas que lo dirán todo, hasta que otra vez la misma voz carcelaria avisa que “ha terminado la visita”.
Hoy la despedida duele más que nunca. Saluda con efusividad a los familiares de otros detenidos y desmoronada deja un hasta mañana que se hace eco en el frío descampado. Arrastra los pies y mira indistintamente el piso y el cielo, como buscando respuestas a tanta pena, cuatro horas de espera valieron al menos para ver dos minutos a Enrique.
Las soñadas navidades blancas hoy son más negras que nunca. Esta noche en la mesa habrá una sola copa y el vacío de la silla de su hijo taladrará su corazón como nunca antes. Quizá nieve en Madrid, extrañamente nieve, pero poco importa en el mundo reducido de María, sumida en la oscuridad de la noche y el vacío silente de las ausencias.
II
Son las 12 de la noche y aquí no hay brindis. Las luces de apagan y apenas se escucha la risa burlona de algún policía comentando a sus compañeros que ya termina su turno y se va a casa. En cada habitación, en cada celda, los chicos y las chicas detenidas se saludan y felicitan por la Navidad.
No importa aquí la religión. Todos se suman al abrazo y los deseos de Feliz Navidad. Integración le llamarían los puristas que siguen argumentando esa condición para reconocer como ciudadanos dignos de documentación a miles de personas. Quizá se trate apenas de la necesidad de un abrazo, de celebrar

Enrique no quiere dormirse y se apoya, entonces, en la reja del ventanal que da a la Avenida de los Poblados. A lo lejos escucha la explosión de un petardo y adivina las luces que surcan el cielo. Por la calle apenas si pasa algún automóvil. Todo es vacío, la calle, la noche, la celda… Su alma.
El también soñó con las blancas navidades, con la nieve cayendo como en las películas, una costumbre que en la familia va pasando de generación en generación, pero le ha tocado a él descubrir la otra cara del sueño.
Hoy a la tarde llamó por teléfono a su hija Manuela y tratando de ser fuerte le dijo que hablaba temprano porque a la noche mucha gente llamaba y a lo mejor no podía comunicarse. No le gustó mentirle, pero no podía saber que su padre estaba preso. ¿Quién le creerá que no ha hecho nada malo?
Ya son las dos de la mañana y Enrique prefiere entregarse al sueño. No puede lucir el jersey que su mamá le ha regalado, pero se lo pone para dormir, el perfume de las manos de María arropará su corazón. Es Navidad, blanca Navidad, pero por acá son más oscuras y frías que en cualquier otro lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario