España es un hermoso país de pueblos. Aquí casi todos tienen “el pueblo” y allí vuelven cada tanto aprovechando los puentes (fines de semana largo para los argentino que me siguen). Como dice aquella vieja canción “siempre se vuelve al primer amor”, y hacia allí se dirigen familias enteras, a desandar esas callecitas que parecen dormir el letargo de tiempos que ya se fueron, entre recuerdos amarillentos de infancias lejanas y afectos de siempre.
Este fin de semana varias amigas y amigos se fueron “al pueblo”, a su pueblo, y envidias de por medio (¡uno debe ser honesto con sus sentimientos y admitirlos aunque sean negativos como la envidia!) no pude evitar traer al mío a la memoria, recorrerlo en sus rincones, añorando sus aromas.
Mi pueblo es pequeñito, de nombre indígena, “Trenel” –así se llama en lengua Araucana- significa “Laguna encontrada”. Perdido en la inmensidad de la Pampa verde, se ingresa a él por el acceso principal, un desvío de 2 kilómetros de asfalto rodeado por el aroma inconfundible de los pinares que arropan con sus brazos frondosos a los ocasionales visitantes.
Como todos aquellos pueblos nacidos a la vera del tendido de una línea férrea que iba surcando los senderos polvorientos de principios del siglo XX, rápidamente se organizó en torno a una estación de típico estilo inglés. Refugio de aquellos inmigrantes italianos y españoles que llegaban para comprar las tierras años antes ganadas al indio tras brutales y sanguinarias campañas armadas que significaron el genocidio de los pueblos nativos.
La plaza central y rodeando a ésta el ayuntamiento, la oficina de correos, la terminal de autobuses (ahora mudada a otro sector), la comisaría, el banco, la Iglesia (y su “campito” de fútbol para atraer a los que no entraban por el lado religioso), la farmacia y el almacén de ramos generales (estos últimos también desaparecidos en la historia contemporánea del pueblo).
Volver allí es respirar el aire de uno, sentir que te entienden como en ningún otro lado, bajo esas estrellas que alumbraron tus primeros desvelos, fueron testigos involuntarias del primer beso y consejeras en noches donde el corazón se estrujaba en penas de amor adolescente.
Pensar en Trenel es recordar aquellas calles de tierra reconvertidas en campos de fútbol, con dos piedras como arco y, en ocasiones, una pelota armada de trapos viejos cocidos entre el ingenio y la necesidad. Eran años de pies embarrados, de tardes de sol donde invasiones literales de coloridas mariposas llevaban nuestros sueños a pasear por los campos pegados a nuestras casas. Bastaba apenas una rama al aire para poder coleccionarlas y admirar de cerca los dibujos picassianos de sus alas.
Hablar de Trenel es soñar aquella frescura del viento Pampa cortando las arboledas de acacias que cubren las veredas o el suave abrazo del sol en las mañanas otoñales, mientras el crepitar de las brasas de un asado dominguero ponía música a ese paisaje inconfundible de los pueblos pampeanos.
Los guardapolvos blancos del Cole, las desbandadas del fin de clase y aquellas carreras en el recreo hasta el ligustro del fondo del patio. El último llevaba siempre la peor parte y todos, sin excepción, la reprimenda de nuestras madres por las manchas de verde indeleble que las hojas dejaban tatuadas en cada roce.
Más acá en el tiempo “equipo de gimnasia”. La corbata del Instituto en ese nudo rebelde que tanto costaba armar en las mañana lagañosas del invierno. El boletín de notas que previo esconder sus gafas le hacía firmar casi a oscuras a mi abuela, las rondas de mates y las horas desperdiciadas procurando entender aquellas fórmulas químicas que a día de hoy siguen siendo una enorme incógnita.
Sueños de adolescentes, costumbres de niños, vidas de pueblo. El saludo a cada paso, el vivir sin cerrojos y tener entrada libre a la casa del vecino. Casas con timbres que dormían en el óxido de los avances innecesarios, bicicletas dejadas en cualquier lado, niñas jugando por horas en las calles y patios, sin más amparo que la bendición de un cielo azul intenso y puro.
Aún recuerdo las veces que “Doña María” o “Doña Josefa” me curaban esos males tan de nuestros pueblos. El mal de ojos u “ojeadura”, el “empacho” y las “lombrices”, los resfríos de sol y los nervios “recalcados y anudados”. Postales de días de antaño que se impregnan del aroma inconfundible de aquellas calles.
El sentarse en la esquina con los amigos y amigas a dejar pasar las horas, el orgullo de pertenecer al barrio, la vuelta de cada domingo al atardecer por inmediaciones de la Plaza central, donde el derecho del peatón ya no es para cruzar una calle, sino para caminar ocupando todo lo ancho de la misma.
Trenel y sus recuerdos de atardeceres de fuego. Sus inigualables carnavales, veranos de pileta (piscina) en el Parque Municipal, los bailes del “cabezazo” y tantas cosas más. El pueblo de mis olores, de mis caminos y rincones, de historias y sueños por venir, de anécdotas y recuerdos por revivir. Trenel, mi lugar en el mundo.
Este fin de semana varias amigas y amigos se fueron “al pueblo”, a su pueblo, y envidias de por medio (¡uno debe ser honesto con sus sentimientos y admitirlos aunque sean negativos como la envidia!) no pude evitar traer al mío a la memoria, recorrerlo en sus rincones, añorando sus aromas.
Mi pueblo es pequeñito, de nombre indígena, “Trenel” –así se llama en lengua Araucana- significa “Laguna encontrada”. Perdido en la inmensidad de la Pampa verde, se ingresa a él por el acceso principal, un desvío de 2 kilómetros de asfalto rodeado por el aroma inconfundible de los pinares que arropan con sus brazos frondosos a los ocasionales visitantes.
Como todos aquellos pueblos nacidos a la vera del tendido de una línea férrea que iba surcando los senderos polvorientos de principios del siglo XX, rápidamente se organizó en torno a una estación de típico estilo inglés. Refugio de aquellos inmigrantes italianos y españoles que llegaban para comprar las tierras años antes ganadas al indio tras brutales y sanguinarias campañas armadas que significaron el genocidio de los pueblos nativos.
La plaza central y rodeando a ésta el ayuntamiento, la oficina de correos, la terminal de autobuses (ahora mudada a otro sector), la comisaría, el banco, la Iglesia (y su “campito” de fútbol para atraer a los que no entraban por el lado religioso), la farmacia y el almacén de ramos generales (estos últimos también desaparecidos en la historia contemporánea del pueblo).
Volver allí es respirar el aire de uno, sentir que te entienden como en ningún otro lado, bajo esas estrellas que alumbraron tus primeros desvelos, fueron testigos involuntarias del primer beso y consejeras en noches donde el corazón se estrujaba en penas de amor adolescente.
Pensar en Trenel es recordar aquellas calles de tierra reconvertidas en campos de fútbol, con dos piedras como arco y, en ocasiones, una pelota armada de trapos viejos cocidos entre el ingenio y la necesidad. Eran años de pies embarrados, de tardes de sol donde invasiones literales de coloridas mariposas llevaban nuestros sueños a pasear por los campos pegados a nuestras casas. Bastaba apenas una rama al aire para poder coleccionarlas y admirar de cerca los dibujos picassianos de sus alas.
Hablar de Trenel es soñar aquella frescura del viento Pampa cortando las arboledas de acacias que cubren las veredas o el suave abrazo del sol en las mañanas otoñales, mientras el crepitar de las brasas de un asado dominguero ponía música a ese paisaje inconfundible de los pueblos pampeanos.
Los guardapolvos blancos del Cole, las desbandadas del fin de clase y aquellas carreras en el recreo hasta el ligustro del fondo del patio. El último llevaba siempre la peor parte y todos, sin excepción, la reprimenda de nuestras madres por las manchas de verde indeleble que las hojas dejaban tatuadas en cada roce.
Más acá en el tiempo “equipo de gimnasia”. La corbata del Instituto en ese nudo rebelde que tanto costaba armar en las mañana lagañosas del invierno. El boletín de notas que previo esconder sus gafas le hacía firmar casi a oscuras a mi abuela, las rondas de mates y las horas desperdiciadas procurando entender aquellas fórmulas químicas que a día de hoy siguen siendo una enorme incógnita.
Sueños de adolescentes, costumbres de niños, vidas de pueblo. El saludo a cada paso, el vivir sin cerrojos y tener entrada libre a la casa del vecino. Casas con timbres que dormían en el óxido de los avances innecesarios, bicicletas dejadas en cualquier lado, niñas jugando por horas en las calles y patios, sin más amparo que la bendición de un cielo azul intenso y puro.
Aún recuerdo las veces que “Doña María” o “Doña Josefa” me curaban esos males tan de nuestros pueblos. El mal de ojos u “ojeadura”, el “empacho” y las “lombrices”, los resfríos de sol y los nervios “recalcados y anudados”. Postales de días de antaño que se impregnan del aroma inconfundible de aquellas calles.
El sentarse en la esquina con los amigos y amigas a dejar pasar las horas, el orgullo de pertenecer al barrio, la vuelta de cada domingo al atardecer por inmediaciones de la Plaza central, donde el derecho del peatón ya no es para cruzar una calle, sino para caminar ocupando todo lo ancho de la misma.
Trenel y sus recuerdos de atardeceres de fuego. Sus inigualables carnavales, veranos de pileta (piscina) en el Parque Municipal, los bailes del “cabezazo” y tantas cosas más. El pueblo de mis olores, de mis caminos y rincones, de historias y sueños por venir, de anécdotas y recuerdos por revivir. Trenel, mi lugar en el mundo.
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