
La cuestión de género y la violencia doméstica son temas que encierran en si mismos una polémica que suele ir mucho más allá de las estadísticas y lamentables sucesos que a diario se suceden y que tienen, por lo general, como víctimas fundamentales a las mujeres.
Así, cada vez que un nuevo asesinato es reproducido por las pantallas de la TV o gana la tapa de los diarios, es usual escuchar entre los hombres y mujeres inmigrantes opiniones de las más diversas, por lo general si bien cuestionando el hecho en sí, especialmente estableciendo una comparación, una especie de disputa de si los hombres son más machistas en España o en América Latina, por ejemplo.
De esta forma, la difusión pública de estos aberrantes sucesos parece darle a los casos de violencia de género en España una repercusión que no adquieren por América, y con ello, la sensación de que, efectivamente, por estas tierras los hombres son mucho más machistas que nosotros “los venidos del otro lado del charco”. Los españoles resultan claros perdedores en esa disputa virtual donde las únicas que pierden son las mujeres, y los supuestos ganadores se reducen a fracasados de la vida.
Esta visión tan sesgada no se debe solo al reduccionismo vanal de dar semejante relevancia a lo que llega a nuestro comedor a través de la TV, sino esencialmente a una triste normalización de comportamientos discriminatorios y machistas, que se amparan en niveles de tolerancia auténticamente tenebrosos.
Hace poco, sin ir más lejos, en ocasión de estar haciendo visitas al Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche, un hombre que estaba visitando a su esposa detenida por no tener papeles pese a su estado avanzado de embarazo, me decía que no recordaba el nombre de ella, su mujer, porque “siempre hay que tener dos, para no aburrirse”.
“Usted sabe como es gaucho –dijo jocoso buscando mi complicidad-. Allá tenemos siempre dos mujeres, sino nos pasaría como los españoles, que tienen una sola y cuando se cansan de ella la matan”. ¿No hace falta agregar nada más verdad?
Minutos más tarde, en este caso una chica latinoamericana, nos contaba que el marido de su hermana también estaba detenido a la espera de su expulsión, en este caso por haber agredido a su esposa. “Pasa que esta vez se le fue la mano, otra veces le había dado una cachetada y bueno, pero esta vez fue peor. Metió la pata”, explicó como si aquella “cachetada” hubiera sido un echo menor.
También en el caso de Argentina esta mirada queda obsoleta cuando se conocen los indicadores oficiales. A esta altura del año, han sido asesinadas 165 mujeres, y las denuncias por violencia de género están en el orden de las 166 por día, es decir que en los 11 meses del año se ha producido ya la escalofriante cantidad de más de 50 mil denuncias. Y seguramente en el resto de los países de América Latina las cifras tampoco serán demasiado alentadoras.
La realidad es que es difícil quitar de nuestra personalidad esos rasgos machistas que llevamos adheridos como etiquetas de una marca social, un traje de dominación hacia la mujer que aunque imperceptibles para nuestra conciencia
, no dejan de ser menos graves que los que nos atrevemos a cuestionar en esta nueva sociedad de acogida.
Así jamás nos cuestionamos que llevemos sólo el apellido materno, que al momento del casamiento la mujer pase a ser la señora de, por ejemplo, María Pérez “de” Rodríguez, con toda la carga que esa preposición simboliza.
Tampoco que el “piropo” sea la expresión más clara de esa dominación…si un hombre piropea no sólo está bien, sino que además según el tipo, el piropeador puede ser todo un galán. Claro que el problema se genera si quien piropea es una mujer, nuestra sociedad no está preparada para ello y, lo que es peor, esa chica será rápidamente estigmatizada como más cercana a la prostitución que a los parámetros de chica “decente”.
Ojo, no quiero decir con esto que quienes hemos nacido en esas sociedades seamos golpeadores o creamos que pegar una bofetada esté bien, para nada. Sin embargo hay signos, códigos que –como queda demostrado- nos pintan de "punta en blanco", eternos normalizadores de esas pequeñas situaciones que pasan desapercibidas para quienes las cometen, pero no para las que las sufren.
Muchos amigos cuestionan el machismo de mi escritura. Y a decir verdad es cierto, hay cosas que no se pueden negar. Es tan cierto como que tampoco uno puede cambiar de un momento a otro las estructuras sociales que lo tienen encorsetado desde su propio nacimiento.
Lo importante, al fin y al cabo, como punto de partida, es ir dándonos cuenta que ya no podemos permitirnos esa mala costumbre de tolerar lo intolerable… y actuar en consecuencia.
Así, cada vez que un nuevo asesinato es reproducido por las pantallas de la TV o gana la tapa de los diarios, es usual escuchar entre los hombres y mujeres inmigrantes opiniones de las más diversas, por lo general si bien cuestionando el hecho en sí, especialmente estableciendo una comparación, una especie de disputa de si los hombres son más machistas en España o en América Latina, por ejemplo.
De esta forma, la difusión pública de estos aberrantes sucesos parece darle a los casos de violencia de género en España una repercusión que no adquieren por América, y con ello, la sensación de que, efectivamente, por estas tierras los hombres son mucho más machistas que nosotros “los venidos del otro lado del charco”. Los españoles resultan claros perdedores en esa disputa virtual donde las únicas que pierden son las mujeres, y los supuestos ganadores se reducen a fracasados de la vida.
Esta visión tan sesgada no se debe solo al reduccionismo vanal de dar semejante relevancia a lo que llega a nuestro comedor a través de la TV, sino esencialmente a una triste normalización de comportamientos discriminatorios y machistas, que se amparan en niveles de tolerancia auténticamente tenebrosos.
Hace poco, sin ir más lejos, en ocasión de estar haciendo visitas al Centro de Internamiento de Extranjeros de Aluche, un hombre que estaba visitando a su esposa detenida por no tener papeles pese a su estado avanzado de embarazo, me decía que no recordaba el nombre de ella, su mujer, porque “siempre hay que tener dos, para no aburrirse”.
“Usted sabe como es gaucho –dijo jocoso buscando mi complicidad-. Allá tenemos siempre dos mujeres, sino nos pasaría como los españoles, que tienen una sola y cuando se cansan de ella la matan”. ¿No hace falta agregar nada más verdad?
Minutos más tarde, en este caso una chica latinoamericana, nos contaba que el marido de su hermana también estaba detenido a la espera de su expulsión, en este caso por haber agredido a su esposa. “Pasa que esta vez se le fue la mano, otra veces le había dado una cachetada y bueno, pero esta vez fue peor. Metió la pata”, explicó como si aquella “cachetada” hubiera sido un echo menor.
También en el caso de Argentina esta mirada queda obsoleta cuando se conocen los indicadores oficiales. A esta altura del año, han sido asesinadas 165 mujeres, y las denuncias por violencia de género están en el orden de las 166 por día, es decir que en los 11 meses del año se ha producido ya la escalofriante cantidad de más de 50 mil denuncias. Y seguramente en el resto de los países de América Latina las cifras tampoco serán demasiado alentadoras.
La realidad es que es difícil quitar de nuestra personalidad esos rasgos machistas que llevamos adheridos como etiquetas de una marca social, un traje de dominación hacia la mujer que aunque imperceptibles para nuestra conciencia

Así jamás nos cuestionamos que llevemos sólo el apellido materno, que al momento del casamiento la mujer pase a ser la señora de, por ejemplo, María Pérez “de” Rodríguez, con toda la carga que esa preposición simboliza.
Tampoco que el “piropo” sea la expresión más clara de esa dominación…si un hombre piropea no sólo está bien, sino que además según el tipo, el piropeador puede ser todo un galán. Claro que el problema se genera si quien piropea es una mujer, nuestra sociedad no está preparada para ello y, lo que es peor, esa chica será rápidamente estigmatizada como más cercana a la prostitución que a los parámetros de chica “decente”.
Ojo, no quiero decir con esto que quienes hemos nacido en esas sociedades seamos golpeadores o creamos que pegar una bofetada esté bien, para nada. Sin embargo hay signos, códigos que –como queda demostrado- nos pintan de "punta en blanco", eternos normalizadores de esas pequeñas situaciones que pasan desapercibidas para quienes las cometen, pero no para las que las sufren.
Muchos amigos cuestionan el machismo de mi escritura. Y a decir verdad es cierto, hay cosas que no se pueden negar. Es tan cierto como que tampoco uno puede cambiar de un momento a otro las estructuras sociales que lo tienen encorsetado desde su propio nacimiento.
Lo importante, al fin y al cabo, como punto de partida, es ir dándonos cuenta que ya no podemos permitirnos esa mala costumbre de tolerar lo intolerable… y actuar en consecuencia.
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