Le viene a la memoria aquella despedida de hace siete años reflejada en esas sonrisas de ocasión. El beso de amor que selló en el humedal de los labios de Mario, su esposo; la mano temblorosa de su mamá, Marta, diciendo “volvé pronto”, la mirada inocente de la pequeña Martina que pese a sus añitos parece comprender que deberá guardar el calor arropador del abrazo de Mamá por mucho tiempo.
La foto está ajada, con manchas y agujeros de las chinches que la sujetaron al mueble de la cocina. Signos de vida, de haber sido usada. ¿Qué es sino una foto?, más que la prolongación de un momento, de un recuerdo que cobra vitalidad cuando una mano cálida acaricia aquellos rostros del ayer.
“En 15 minutos comenzaremos el descenso” dice el piloto y María siente estallar su corazón. Se ajusta el cinturón pero quiere saltar al pasillo e iniciar la carrera alocada hacia los brazos de la ausencia. El avión se detiene, ya nada puede frustrar el anhelo contenido. Baja, besa la tierra, llora, ríe, mueve sus manos una y otra vez, gri

En migraciones apenas si pueden frenarla para sellar su pasaporte. ¡Bienvenida a casa Laura! Coge las maletas abultadas de regalos y entre la muchedumbre de miradas acuosas encuentra la de su esposo y a su lado Martina, con su impecable uniforme del colegio. Doña Marta ya no está, pero seguro en el cielo andará festejando.
“Esta es Martita, la hija de Carmen, tu hermana”, le dice Mario, y va presentando uno a uno esa familia que Laura nunca había abrazado. Se emocionan y abrazan camino a la calle. “Mami, se te ha caído la foto”, le dice la ya adolescente Martina. “Dejala, no importa, de qué sirve si atrasa”, responde Laura sin tiempo de mirar atrás.
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