sábado, 8 de septiembre de 2007

Plaza de Almas

Las plazas, se sabe, suelen mostrar postales bastante idénticas, independientemente de cuál se trate. Alguna fuente, un monumento, mucho verde, bancos y turistas con sus cámaras insaciables de eternizar un instante de felicidad. También parejas, infaltables románticos robados a otros tiempos, niños correteando por todos lados y hasta alguna que otra paloma buscando un hálito de paz en tanto bullicio mundano.
Pero hay una en Madrid que gracias vaya a saber a qué designio divino o casualidad, suele estar marcada por el paso de almas solitarias, hurañas, que encuentran en el silencio confuso de las ciudades el diálogo indispensables para seguir viviendo. Es cierto, tampoco faltan aquí las demás estampas antes planteadas (en realidad los pibes más bien escasean) y, sin embargo, un mar de individualidades parece ser su gen diferenciador.
Desde el mismo día que llegué a Madrid me sentí atrapado por su misterioso encanto, pasé horas de lágrimas pensando en lo que había quedado atrás, y en el letargo de cada anochecer fui encontrando que tras el monótono marchar de las agujas del reloj podía ir descubriendo una nueva ilusión.
Muchas veces me pregunté el por qué de su sentido, y las respuestas se orientaron a la cercanía de los Hostales, esos híbridos entre hoteles y casas de familia en donde los recién llegados nos vamos apilando, mientras dejamos a cada paso la huella de las soledades que rápidamente nos empiezan a castigar.
Hoy, precisamente, hay una joven sentada en uno de los bancos centrales del lugar. De piel apenas dorada y largas cabelleras cayendo sobre sus hombros, inclina su cuerpo hacia atrás, se acomoda una y otra vez y finalmente se queda quieta, como dormida, en una mezcla de sueño profundo y entrega al Dios sol. Sus gafas oscuras no dejan ver la mirada, aunque presupongo que sus ojos verdes –vaya forma rápida de imaginar la belleza!- esconden cerrados la fuerza de su fulgor.
A cinco metros de ella un muchacho descansa el peso de su cuerpo apoyando sus codos en las rodillas, inclinado hacia delante apenas se permite levantar las cejas cuando algún sonido logra despertarlo de su abstracción onírica. Mira el piso con firmeza, como queriendo mover las baldosas que pisa y enterrar bajo ellas eso que parece no darle espacio a una sonrisa.
La instantánea se repite una y otra vez. Un banco, una persona... Sucede que también en las cosas del corazón las ecuaciones pueden resultar perfectas. Nadie parece querer interrumpir la soledad del otro, a veces se miran de reojo, como controlándose los movimientos mutuamente, una mueca tal vez se escape, poco más. En sumo comportamiento animal cada uno ha marcado su territorio y aunque indeleble, los demás han comprendido la señal.
Llega otro caminando. Mira a uno y otro lado. Busca. Piensa. Analiza. Y tras la duda inicial continúa la marcha en busca de ese banco a convertir rápidamente en su espacio. Entonces, se pierde allá a lo lejos, rodeando la mirada atenta del Quijote y su fiel ladero.
Me pregunto en qué pensará el pibe de camiseta a rallas que con las piernas estiradas y la mirada extraviada lleva horas sentado allí, imperturbable, perdido en los caminos de los pasos que van y vienen, extrañando vaya a saber qué recuerdos, soñando quién sabe qué futuros.
Y aquel otro, seguro que está sufriendo una pena de amor –pienso-, mientras creo adivinar en su mirada brillosa que se resiste a lagrimear el rechazo de un corazón que quizá perdió la oportunidad de ser amado como jamás imaginó.
La plaza es así, cada uno conversa sigilosamente con su soledad; y algunos hasta se adivina, gritan silenciosos su penar, mientras alguna parejita, o quizá un par de amigos, son la envidia de tanto concierto de silencios.
.- ¿Tiene fuego?- me preguntan de repente.
.- No, no fumo, -respondo- y sacado de mi hibernación comienzo a caminar.

Ya he hablado con mi soledad, mi boca reseca ha añorado los besos que perdí y mis pensamientos me han llevado en el tour diario a todos aquellos sitios donde estuve y querría volver a estar con ella.
Y me voy, pensando que quizá mañana la rubia no marque el territorio y alguien se acerque a hablarle de su belleza. La Plaza de Almas queda atrás, la tarde se pierde entre bocinas y yo en el metro. Con la noche vendrán otros a cuidar su banco, quizá agobiados por las paredes silentes de los hostales, añorando aquellos afectos que ayer nomás, los abrazaron en su partida.

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