El viejo se llama Manuel y la verdad que desconozco los años que lleva sobre sus espaldas, aunque de poco importan a efectos de estas líneas. Es tranquilo, de andar parsimonioso y en los surcos de su piel uno puede ir adivinando que el paso del tiempo no ha sido en vano... “Este tipo ha sabido vivirla”, me digo a mi mismo, y me limito a admirar sus ganas de seguir peleando y esa esperanza que se adivina en el brillo acuoso de sus ojos.
Ha venido a verme. En realidad nos vemos poco, pero el afecto recíproco permanece intacto... como no apreciarlo a Manuel, si es puro corazón. Viene a despedirse...el lunes sale hacia su Argentina amada, cinco años de ausencia han marcado su corazón a fuego, y apenas si puede contener las lágrimas cuando me habla de la ilusión del regreso.
Se lo nota conmovido, como con miedo. Pasé por ese momento ya hace más de un año, pero me pregunto cuán diferente serán esas sensaciones cuando el achaque del tiempo va dejando heridas en lo más profundo de nuestro alma. Sin espacio quizá, para demasiadas revanchas a futuro, o para buscar nuevas ilusiones en un mañana que tal vez a esa edad uno no se anime a contar en demasiados años.
Heridas, en realidad, que vaya a saber si cicatrizan alguna vez, independientemente de edades y destinos.
Hará cosa de dos meses me había llamado para encontrarnos. Ese día quedé con dos amigas que lo conocían y nos juntamos a tomar un café en el centro de Madrid. “Tengo que ir” –nos decía-. La voz se le entrecortaba, nos hablaba de su congoja, de su pecho oprimido por el dolor del regreso soñado y tantas veces postergado. Se ahogaba en cada palabra, y sin embargo aventuraba fuerzas para remar contra la corriente de una nostalgia que puede sumir en la tristeza más cruel.
“Cachito –como me llama- no puede pasar de Agosto, no llegó a más, no puedo esperar a Septiembre, tiene que ser en Agosto”, afirmaba como si en ese viaje se fuera el último hálito de vida. Y quizá de algo así se trataba, se había puesto un límite (también sus jefes con las siempre esperadas y cortas vacaciones) y sentía que no podía ir más allá en el tiempo. No importaba que en Agosto los vuelos fueran más costosos, nada importaba...en su mente sólo estaba el viaje, sólo él y el vuelo, el viejo y el avión, Manuel y el reencuentro con el San Juan que lo vio crecer y el Buenos Aires que lo vio triunfar.
Su ilusión tenía fecha inamovible, férrea, y su reloj vital iba marcando los días como quien encerrado va dejando caer las hojas del calendario, penando cada segundo de sombra que lo lleve a disfrutar los instantes de sol que vendrán.
Aquel día él apenas podía hablarnos, pero necesitaba hacernos partícipe de eso que le oprimía el pecho. El viejo Manuel...luchador incansable, peleador empedernido... venía sumando euro a euro para poder cumplir su ilusión, la misma que anida en uno y cada uno de los que alguna vez dejamos la tierra...la esperanza de volver. Y, en cierta forma, nos estaba pidiendo ayuda para bancar tanta espera.
Ahora está frente a mí, intentando contarme los miedos que lo abruman...sin darse cuenta que en el abrazo del encuentro cada rincón de su piel me transmitió mucho más que todo lo que las palabras podían decir... a veces, muchas, bastan los silencios, las miradas y los gestos son todo un poema de expresión.
Sabe que allá algunos ya no estarán, y esas ausencias pesan más que los cinco años de lejanía. Aquel abrazo que antaño lo despidió es ya recuerdo de una última vez que no tiene retorno. ¡Cuánto dolerán los afectos no vividos cuando la muerte no nos deje espacio para recuperar el tiempo perdido!...
“Cachito llegó la hora”, me dice, y extiende sus brazos fundiendo su cuerpo contra el mío. “Llevás pañuelos de sobra” le pregunto entre risas, y me respondé que sí. “Y los de tela, que puedo escurrirlos y volver a usarlos”, me dice mientras gira su cuerpo para enfilar el largo pasillo.
Ahí va el viejo Manuel con su ilusión a cuestas, firme en sus pasos y tembloroso en los sentimientos. Vuelve a su amada Argentina pensando si el corazón aguantará. Buen viaje maestro, aquí lo esperamos.
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