lunes, 14 de abril de 2008

La Verja




1



Amar acurruca su cuerpo mientras intenta sepultar las manos dentro del cálido hueco de los bolsillos de su cazadora. Son las 6:30 de la mañana y aunque decidió venir temprano para poder salir antes del mediodía, se ha encontrado con una extensa cola que –presupone- lo tendrá ocupado toda la mañana. Hace frío, el termómetro de la parada del bus marca –2º, pero hoy es el día y allí está, estoico, como otros cientos de almas que esperan ser atendidas.

Sentado sobre una carpeta ajada de tanto trajinar, ni siquiera tiene ganas de hablar, escondido bajo un gorro de lana espera que salga el sol de un momento a otro, y sin embargo sabe que no será más que una ilusión... La extensa y perpetua sombra del edificio que lo cobija representa un obstáculo insalvable para poder ser bendecido por los primeros rayos. Ya se atisba incluso, la silueta lúgubre de la mole de cemento que va cayendo sobre el asfalto del aparcamiento central que separa de la puerta de ingreso.

Entonces, resignado, clava sus ojos en un lugar cualquiera de la verja azul que separa un sueño, “el sueño”, de su concreción. La mira como quien pierde sus sentidos contemplando el horizonte de los mares, invitación efímera a un recorrido por los caminos andados, las luchas emprendidas, las esperanzas que se fueron y las ilusiones que vendrán.

Varias veces ha estado allí, cerca de la verja que hoy va a atravesar, preguntando qué debe hacer, cómo llenar un formulario. Recibiendo contestaciones burlonas y alguna vez hasta un “morito aprende a hablar que estás en España, y sino vete a tu país”. Está acostumbrado, pero no por ello se resigna a ganar la pelea por su dignidad.

Piensa, cavila ideas. En ese mundo de evocaciones que la memoria de los hombres gusta jugar en momentos especiales, miles de imágenes se suceden en su mente. Una tras otra, en color y en blanco y negro, un torrente de sensaciones le inunda los ojos de solo pensar todo lo que ha costado el camino.

Hace seis años llegó a España desde su amado Senegal. Corrido por las miserias que se perpetúan por el mundo y alentado por el imán de las fotos de un tío veraneando en las playas francesas, eligió ya de muy joven –en verdad, de niño- que su futuro debía forjarlo lejos de su tierra.

En realidad si pretendiera ser sincero consigo mismo, a la pregunta de por qué vino a España debería contestar que no lo sabe, o que sí, que vino a dar lugar a los sueños que en su país no podía ni siquiera soñar (sentimientos que los de este lado quizá nunca entiendan), pero duda de quién tomó la decisión. ¿Fue él, que superado por su imaginación sintió el impulso irrefrenable de buscar nuevos horizontes?.

¿Tal vez sus padres, que dejaron en sus manos la esperanza de una vejez más digna? ¿O acaso aquel tío que en esas fotos logró mover todo un mundo interior de frustraciones?. Seguramente nunca lo sepa, pero un día emprendió el viaje y aquí está.

Tampoco desea detenerse a rememorar aquel recorrido por las aguas de los mares, son recuerdos que duelen en demasía, que llegan con olor a muerte, a sed, a sal. Diapositivas de corazones –algunos amigos de la infancia- que zarparon en aquella rudimentaria embarcación y que cada tanto vuelven en noches de pesadillas en que despierta sudoroso y con los brazos extendidos a esa profundidad cristalina que los devoró.

Al fin y al cabo, el olvidar no es más que una estrategia del inconsciente para dejar de lado todos aquellos recuerdos que nos hacen mal. ¿Será eso lo que le pasa a muchos que giran la vista a su paso?.

- ¿Seré el espejo de su pasado emigrante?- se pregunta a menudo con tono de aseveración.

Pero Amar surcó la mar y aunque sin fuerzas, llegó a la isla de Gran Canaria, donde fue trasladado por la Guardia Civil a un Centro de Detención de Inmigrantes. Era menor, apenas 15 años, por cuanto a los meses fue trasladado a un albergue tutelado por el Gobierno...espacios donde las penas se cuentan a miles y los abusos empezaron a ser moneda corriente en su vida de inmigrante.

De a poco fue aprendiendo la lengua de Cervantes, con dificultades, descifrando algunas palabras y dejando a las conjugaciones verbales fluir a libre albedrío, lo suficiente para ser entendido por sus ocasionales interlocutores. Lástima que en este presente muchos no quieren conocer de su mundo, -“ellos se lo pierden”- piensa.

Las imágenes continúan, y él sigue con la vista fija en esos barrotes pintados de azul. Ya van a ser las 8 y la cola empieza a moverse, como despertándose del letargo de la mañana invernal. Es el momento de cuidar el lugar, que nadie intente pasarse de vivo y colarse.

Algunos policías han llegado y con voz de mando ordenan hacer fila de a uno, entonces como una serpiente que sale de su siesta la cola se hace extensa y zigzagueante, y poco a poco uno va quedando tras otro. ¿Cuántas ilusiones habrá en juego en esos corazones? ¿Se podrá medir algún día la fuerza de la esperanza?.

Amar se pone de pie y escucha el grito del personal uniformado, siempre hosco, con guantes y porras, con la brusquedad a flor de piel y la necesidad de humillar como inconfundible carta de presentación. ¿En qué parte de su irracionalidad encontrarán el placer?.

La verja se abre y comienzan a entrar en grupos de a 20, hasta perderse las siluetas en los módulos dispuestos para atenderlos. Documentos en mano alguno intenta inmortalizar el momento con una fotografía, otros apelan a llamar a su familia:

- Mami estoy por entrar a poner las huellas para los papeles!-, reiteran emocionados, en una lágrima que traspasa mares y llega salina al otro lado del teléfono.

Él sigue pétreo y pensante, como si eso de mostrar emociones no fuera lo suyo, quizá porque su piel curtida no da lugar a sentimentalismos, tal vez porque la crudeza de su vida no ha dejado espacio para esos menesteres.

Hace cálculos, estima que debe tener más de 250 personas adelante, que en tiempos de la administración puede traducirse en horas y se arma de más paciencia, condimento esencial para sobrevivir a la burocracia migratoria. Sólo allí, mientras avanza de a metros, se permite alguna broma con los que están en fila junto a él.

“Bienvenidos al circo”, exclama metros más adelante entre risas un muchacho regordete, de unos 30 años, mientras señala la cúpula de la comisaría, colorida vaya a saber por imaginación de quién. Ridícula a decir verdad.

Ya falta poco, el sol de mediodía ha calentado los cuerpos y con ello, como saliendo de su entumecido descanso, las lenguas de unos y otros mundos se entrecruzan. Las une una ilusión, saben que al cruzar esa verja que lleva horas contemplando es la concreción de un sueño.

Casi puede tocarla... uno, dos, tres pasos, y la traspasa. Amar entrega su documentación, en un mes pasará a buscar la ansiada tarjeta de residencia y trabajo. Nada será como hasta ahora, se ilusiona..


2


Roberto no puede dormir, el frío cala sus huesos y no logra acostumbrarse a su nueva habitación. No sabe cuántos grados estarán haciendo, pero sospecha que el termómetro debe andar marcando números negativos. Para prueba, en la ventana una gota de humedad frenó su recorrido y congelada brilla en los albores del nuevo día.

Muchas veces le habían hablado del invierno europeo, amigos que dejaron su Uruguay natal antes que él le contaron de ese frío seco, de las olas polares que cada tanto asolan la península, y ahora lamenta estar viviéndolo en carne propia.

- ¡Joder, que razón tenían!, exclama en silencio.

Lleva cinco días aquí, en este cuarto que debe habitar con siete personas más, con quienes no sabe cuánto tiempo estará compartiendo el lugar, de quienes –en algún caso- no entiende el idioma Y, sin embargo, con todos ellos siente en lo más íntimo que hay demasiadas cosas que los une.

La manta raída que le han dado no es lo suficientemente cálida, el colchón fino apenas protege su pesado cuerpo y para más INRI, la calefacción brilla por su ausencia. A sus compañeros no parece importarles demasiado, basta escuchar los ronquidos de Mohamed, un marroquí que pese al frío duerme a espaldas descubiertas.

El keniata que está al lado en apariencia sí sufre la inclemencia, está arremolinado.
–“Parece un tutú carreta”-, murmura Roberto causándole gracia su propia ocurrencia comparativa y tiene razón, para contener el calor Muffab se ha enroscado en su propio cuerpo, como esos armadillos que formaron parte de la infancia de campo de Roberto.

El reloj da las 6:30 y ya no aguanta en la cama. Se levanta, se viste y empieza a caminar arropado por la fina manta, tratando de no hacer ruido, que él no pueda dormir no lo autoriza a perturbar el sueño a sus compañeros. En ambientes así, reducidos, uno aprende que el respeto mutuo es esencial para mantener un mínimo de convivencia.

Busca le ventana donde cada mañana el sol pega casi de frente. Como en la antigüedad, el astro rey es la única manera de calentar este lugar, pero aún no ha salido y hoy Roberto lo espera con ganas de perder lo antes posible ese frío tan difícil de soportar.

- Si al menos pudiera tomar unos matecitos amargos-, piensa con nostalgia imaginando que tiene entre sus manos la madera caliente y humeante de la tradicional infusión rioplatense.

Para entretenerse entonces, mira hacia fuera, a donde cientos de personas comienzan a llegar desde hora muy temprana de la noche. Apenas se mueven algunos, otros no paran de bailar eso que ha dado a llamar como “la danza del inmigrante” y no es más que el bamboleo de piernas para matar el frío en las largas horas de cola que forman parte de su vida en España.

Los primeros días le costaba observar, un doble enrejado protege su habitación del exterior (o, mejor dicho, al exterior de quienes están allí, en esa especie de Guantánamo casero, aunque jamás hayan echo nada malo). Pero el transcurrir de las horas allí adentro ha agudizado su vista y ya no hay movimiento que pueda escaparse a su mirada.

Le gusta ir contemplando los comportamientos erráticos de allí afuera, es una forma de entretenimiento y comunicación, desde muy joven gustaba de sentarse en un banco cualquiera a mirar pasar la gente, a analizar sus miradas y soñar sus pensamientos. Una vieja costumbre.

En Madrid, su preferida fue siempre la céntrica Plaza de España, a la que él ha dado en llamar la “Plaza de Almas”, ya que ha encontrado en ella el anclaje de los solitarios, la particularidad de cientos de almas que a diario se sientan a hablar consigo mismo, a contemplar la soledad del otro, a mostrar la suya propia.

-Que locos estamos, tanta gente y tan aislados. La soledad de las ciudades jamás tendrá explicación- solía decir en aquellos momentos.

Ahora divisa con detenimiento, trata en la penumbra del amanecer de descifrar rostros sorteando sombras, bufandas, capuchas. Hasta que se detiene en aquel que está allí quieto, de cazadora oscura, guantes rojos y una mochila de marca, mirando con seriedad la reja azul que separa un predio de otro, el que está él del que se alberga a su ocasional interlocutor.

Imagina que sólo quienes centran sus ojos hacia el interior de la reja, se han preguntado alguna vez qué habrá del otro lado, qué será de quienes están de ahí (o sea de él y sus compañeros), cómo serán sus horas allí adentro, sus ideas, sus penas.

Luego le pone un nombre, le resulta imposible entablar una conversación –aunque sea ficticia- con alguien que no tiene nombre, o al menos un apodo, como se estila en su tierra. El primer día a un muchacho de unos 20 años lo llamó Andrés, en honor a su hijo mayor, y en la misma jornada a una chica la denominó Patricia, en recuerdo de su pequeña de 3 añitos que a estas horas estará en su Montevideo añorado durmiendo junto a Mamá.

Hoy lo llamará Oscar, o “el petiso”, para homenajear a ese amigo de la infancia con el que todos los viernes de su vida se juntaba a comer el asadito con “los muchachos del barrio”, reunión amenizada ineludiblemente por una buena partida de truco sólo susceptible de interrumpir en caso que el fútbol convoque al frente del televisor.

- ¿Qué hacés Oscarcito?... Acá estoy, la tengo complicada hermano, gracias por preocuparte por mi situación...- murmura entre dientes.

Cualquiera que lo escuchara diría que está loco, y sin embargo lo tranquiliza saber que su cordura seguramente es mucho mayor que la de aquellos que por una mera infracción administrativa como no tener papeles condenan a cientos de personas a la cárcel en la que se aloja y que le tortura el alma. Además, ¿quién puede cuestionarle ese juego inocente, una vía de escape al exterior de tantas rejas y prohibiciones?

- Me alegra mucho que vos ya estés cerca –continúa monologando Roberto-. ¿Sabés? Yo vine buscando lo mismo, me costó dejar los pibes allá en Uruguay, ¡la pucha si me costó, petiso!, ¡la pucha si me costó!... Seis meses sin verlos, mintiendo fortaleza, aguantando frustraciones, todo porque como vos, traía el sueño de una vida mejor, de un estudio para los chicos, de una paz para mi hogar.

Se le nubla la vista y del humedal de sus retinas una lágrima comienza a surcar por su tupida barba. Se seca y maldice en una misma acción, no puede permitir quebrarse. “Disculpame hermano”, suplica en un hilo de voz quebrada...”disculpame”, y le cuesta evitar recordar cuando era chico y el abuelo le hablaba de su Asturias natal, de aquel paraíso verde que jamás pudo volver a ver.

- No entiendo cómo pudieron olvidarse. Fue ayer nomás, las guerras, el hambre, tantos españoles encontraron cobijo en nuestras tierras y ahora miranos a nosotros. Somos los culpables de todo, nos persiguen, nos apresan, nos deportan. ¿Qué mierda se creen estos hijos de puta?, grita acongojado en el silencio sepulcral de su diálogo.

Pese al dolor no puede odiar esta tierra. El abuelo le enseñó a amarla de pequeño, creció comiendo fabadas y escuchando historias de los mineros. Si fue el “viejo” quien antes de morir le pidió que un día hiciera el viaje al revés y besara la tierra que llevaba en su corazón, lo primero que hizo Roberto al llegar a España.

Son las 8, y el ruido de los candados lo devuelve a este lado de la reja. Se despide de “Oscar” levantando su mano izquierda hasta allí aprisionada bajo la manta. “Suerte”- dice y sale rumbo al baño a saciar una vejiga que debe acostumbrarse a vivir a reloj. Aquí, de 22 a 8 de la mañana nadie puede ir al baño, condenando a algunos a hacer sus necesidades de apuro en la propia celda.

Los demás también comienzan a desperezarse y se ve llegar a dos autobuses. Mohamed ayer fue informado de que hoy será deportado, quizá por eso dormía el sueño sereno de los que escapan del infierno de los Centro de Internamiento de Inmigrantes. Ya conoce el camino, volverá a Marruecos y otra vez emprenderá el duro desafío de las pateras, no sabe de rendiciones y hasta se ríe de la ignorancia de gobiernos que creen que con una muralla pueden frenar la fuerza de un hombre por escapar al hambre y la opresión.

Roberto vuelve del baño y se prepara para otro día largo, muy largo, donde las horas duermen en la letanía de los tiempos detenidos y sólo las ventanas aceradas traen un poco de vida entre tanta oscuridad. “Ojalá fuera deportado”, piensa, aunque lo corroe la idea de que sus hijos se enteren de su penosa situación. Vino por un sueño, y como le enseñara aquel minero asturiano, no hay mares que puedan detener la fuerza de la esperanza.

3

Son las dos de la tarde y el tiempo parece haberse detenido en el umbral del mediodía. Mohamed ya no está, con los ojos sombríos y el andar sereno, como resumando una tranquilidad inaudita en estas circunstancias, abrazó a cada uno de los compañeros de habitación y se despidió con un “hasta pronto, seguro que nos volveremos a ver”. Contó que tenía algunos ahorros, los suficientes para permanecer unos meses en su tierra e intentar otra vez surcar el Océano.

Roberto se pone otra vez frente a la ventana, el sol no da tan de frente pero al calorcito del resplandor encuentra un instante de paz en su penuria. Ahora, afuera, son más los que salen que los que llegan. Vuelve a mirar y muchos de los que estaban haciendo la cola de madrugada pasan por última vez frente a sus ojos.

-“Chau Oscarcito, me alegro que ya tengas tus papeles”- resuma pensando que el interlocutor de hoy ya ha salido, y comienza a buscar alguna mirada que se pose sobre la reja azul.

Personas que vienen y van, corazones que se mueven, el CIE de Aluche -sobre la Avenida de los Poblados- es un hormigueo de almas. Una reja simple, no demasiado alta, es la único testigo, una reja lo suficientemente fría para separar el sueño de unos, de la pesadilla de otros.

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